Hace algunos años, la NASA encargó un estudio para identificar qué características hacían a ciertos científicos y astronautas excepcionalmente creativos. Para su sorpresa, los investigadores descubrieron que la clave no estaba en los títulos o la experiencia, sino en un tipo de pensamiento llamado “pensamiento divergente”: la capacidad de ver múltiples soluciones a un problema.
Intrigados, decidieron aplicar el mismo test a niños de 4 y 5 años. El resultado fue asombroso: el 98% de ellos calificó en el rango de “genio creativo”. Eran capaces de imaginar soluciones inesperadas, crear nuevas posibilidades y pensar fuera de la caja.
Pero lo más impactante vino después. El mismo grupo fue evaluado años más tarde. A los 10 años, solo el 30% mantenía ese nivel de creatividad. A los 15, el número bajó al 12%. Y en la edad adulta… apenas un 2% conservaba esa capacidad. El resto se había adaptado al sistema. A pensar “como se debe”. A responder sin dudar. A elegir siempre “la opción correcta”.
Lo que mató el genio no fue la edad… fue la educación.
Vivimos en una cultura que premia las respuestas rápidas, no las preguntas profundas. Que castiga el error, en lugar de celebrarlo como parte del proceso. Que enseña a memorizar, pero no a imaginar.
Y esto nos deja una gran lección como padres: si queremos que nuestros hijos mantengan ese genio natural que traen dentro, tenemos que proteger su creatividad, su curiosidad y su libertad de pensar distinto.
No se trata de desescolarizarlos. Se trata de nutrir lo que la escuela muchas veces no cultiva: la capacidad de hacerse preguntas, de equivocarse sin miedo, de imaginar, de explorar, de construir su propio criterio.
El verdadero aprendizaje ocurre cuando hay emoción, juego, conexión y propósito. Y el verdadero reto es no apagar esa chispa que ya viene encendida desde que nacen.
📌 Esta semana, pregúntense: ¿cómo estamos nutriendo la creatividad de nuestros hijos? ¿Estamos ayudándolos a pensar… o solo a obedecer?
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