La lengua puede edificar o destruir. Con lo que decimos, podemos dar ánimo, consuelo, esperanza y vida; pero también podemos herir, apagar sueños y sembrar dolor. Dios nos enseña que debemos cuidar nuestro hablar, porque nuestras palabras producen frutos, y nosotros mismos cosecharemos de ellos. Si sembramos palabras de amor, fe y verdad, cosecharemos bendición; pero si sembramos ofensa, mentira y amargura, el fruto será amargo.